Artículo de César Vidal.
¿Quién ganó las elecciones de abril de 1931?
Aunque la propaganda republicana presentaría posteriormente las elecciones municipales de abril de 1931 como un plebiscito popular en pro de la República, no existió jamás ningún tipo de razones para interpretarlas de esa manera. En ningún caso su convocatoria tuvo carácter de referéndum ni —mucho menos— se trató de unas elecciones a Cortes constituyentes.
De hecho, la primera fase de las elecciones municipales celebrada el 5 de abril se cerró con los resultados esperados, es decir, salieron elegidos 14.018 concejales monárquicos y tan sólo 1.832 republicanos. Con ese resultado electoral, en el que las candidaturas monárquicas fueron votadas siete veces más que las republicanas, no puede extrañar que tan sólo pasaran a control republicano un pueblo de Granada y otro de Valencia. Como era lógico esperar, en aquel momento, nadie hizo referencia a un plebiscito popular y menos que nadie los republicanos, que habían sido literalmente aplastados por el veredicto de las urnas.
El 12 de abril de 1931 se celebró la segunda fase de las elecciones. De nuevo, los resultados fueron muy desfavorables para las candidaturas republicanas. De hecho, frente a 5.775 concejales republicanos, los monárquicos obtuvieron 22.150, es decir, el voto monárquico prácticamente fue el cuádruplo del republicano. Desde cualquier lógica democrática, los republicanos deberían haber reconocido su clara derrota y prepararse para las futuras elecciones a Cortes en las que, dicho sea de paso, no podía esperarse que obtuvieran grandes resultados. Sin embargo, lo que sucedió fue totalmente distinto. A pesar de los clarísimos datos electorales, los políticos monárquicos, los miembros del gobierno (salvo dos), los consejeros de palacio y los dos mandos militares decisivos —Berenguer y Sanjurjo— consideraron que el resultado era un plebiscito y que además implicaba un apoyo extraordinario para la república y un desastre para la monarquía.
El hecho de que la victoria republicana hubiera sido urbana —como en Madrid donde el concejal del PSOE Saborit hizo votar por su partido a millares de difuntos— pudo contribuir a esa sensación de derrota pero no influyó menos en el resultado final la creencia de que los republicanos podían dominar la calle y arrastrar al país a una cruenta revolución. Semejante apreciación no se correspondía con la realidad dada la muy limitada fuerza republicana pero tuvo un peso decisivo sobre el desarrollo de los acontecimientos sobre los que pesaba, de manera muy consciente, la sombra de lo que había sucedido en Rusia tan sólo catorce años antes.
Durante la noche del 12 al 13 de abril, el general Sanjurjo, a la sazón al mando de la Guardia Civil, dejó de manifiesto por telégrafo que no contendría un levantamiento contra la monarquía. Aquella afirmación constituía una gravísima dejación de los deberes encomendados pero quizá más grave fue el hecho de que los dirigentes republicanos supieran inmediatamente lo que pensaba hacer el general gracias a los empleados de correos adictos a su causa. Batidos incuestionablemente en el terreno electoral, los republicanos eran conscientes de que se enfrentaban con un sistema que se negaba a defender las propias instituciones encargadas legalmente de esa tarea. Ese conocimiento de la debilidad de las instituciones constitucionales explica sobradamente la reacción republicana cuando Romanones y Gabriel Maura —con el expreso consentimiento del rey— ofrecieron al comité revolucionario unas elecciones a cortes constituyentes.
A esas alturas, sus componentes habían captado el miedo del adversario y no sólo rechazaron la propuesta sino que exigieron la marcha del rey antes de la puesta del sol del catorce de abril sabedores de que si la monarquía se reponía de aquel espejismo nunca se proclamaría una república cuyos candidatos habían sido derrotados clamorosamente en las elecciones celebradas unas horas antes. Para caldear el ambiente, los dirigentes republicanos convocaron manifestaciones que presentaron a los políticos monárquicos como espontáneas e incontrolables y cuya finalidad era aterrorizar a cualquiera que pretendiera hacerles frente.
Por añadidura, Alfonso XIII no manifestó voluntad de resistir, sumido como estaba en la depresión más profunda a causa de la muerte de su madre unos meses antes y viendo cómo su esposa se hallaba lógicamente aterrada ante la posibilidad de acabar como la familia imperial rusa —parientes suyos, por otro lado—, fusilada por un pelotón revolucionario. Al fin y a la postre, los políticos constitucionalistas se rindieron ante los republicanos y con ellos el monarca, que no deseaba bajo ningún pretexto el estallido de una guerra civil. De esa manera, el sistema constitucional desaparecía de una manera más que dudosamente legítima y se proclamaba la Segunda república.
Aunque la proclamación de la Segunda república estuvo rodeada de un considerable entusiasmo de una parte de la población, lo cierto es que, observada la situación objetivamente y con la distancia que proporciona el tiempo, no se podía derrochar optimismo. Los vencedores de la revolución se iban a sentir hiperlegitimados para tomar decisiones futuras que pasaran por encima del resultado de las urnas y no dudarían en reclamar el apoyo de la calle cuando el sufragio les fuera hostil. Semejante comportamiento tenía una lógica innegable porque, a fin de cuentas, ¿no había sido en contra de la aplastante mayoría de los electores como habían alcanzado el poder? A ese punto de arranque iba a unirse que, globalmente considerados, los vencedores de la revolución estaban constituidos por un pequeño y fragmentado número de republicanos que procedían en su mayoría de las filas monárquicas; dos grandes fuerzas obreristas —socialistas y anarquistas— que contemplaban la república como una fase hacia la utopía que debía ser surcada a la mayor velocidad; los nacionalistas —especialmente catalanes— que ansiaban descuartizar la unidad de la nación y que se apresuraron a proclamar el mismo 14 de abril la República catalana y el Estado catalán y una serie de pequeños grupos radicales de izquierdas que acabarían teniendo un protagonismo notable como era el caso del partido comunista.
En su práctica totalidad, su punto de vista era utópico, bien identificaran esa utopía con la república implantada, con la consumación revolucionaria posterior o con la independencia; en su práctica totalidad, carecían de preparación política y, sobre todo económica, para enfrentarse con los retos que tenía ante sí la nación y, por añadidura, adolecían de un virulento sectarismo político y social que no sólo excluía de la vida pública a considerables sectores de la población española sino que también plantearía irreconciliables diferencias entre ellos. Así, la república iba a nacer de una absoluta falta de legitimidad democrática y, por añadidura, estaría inficionada desde su nacimiento con una serie de males que acabarían determinando su fracaso y, finalmente, el estallido de una cruenta guerra civil.
No puede sorprender a nadie semejante resultado, ya que aquellas elecciones municipales de abril de 1931 los republicanos no las habían ganado sino que, por el contrario, las habían perdido estrepitosamente.
El 12 de abril de 1931 se celebró la segunda fase de las elecciones. De nuevo, los resultados fueron muy desfavorables para las candidaturas republicanas. De hecho, frente a 5.775 concejales republicanos, los monárquicos obtuvieron 22.150, es decir, el voto monárquico prácticamente fue el cuádruplo del republicano. Desde cualquier lógica democrática, los republicanos deberían haber reconocido su clara derrota y prepararse para las futuras elecciones a Cortes en las que, dicho sea de paso, no podía esperarse que obtuvieran grandes resultados. Sin embargo, lo que sucedió fue totalmente distinto. A pesar de los clarísimos datos electorales, los políticos monárquicos, los miembros del gobierno (salvo dos), los consejeros de palacio y los dos mandos militares decisivos —Berenguer y Sanjurjo— consideraron que el resultado era un plebiscito y que además implicaba un apoyo extraordinario para la república y un desastre para la monarquía.
El hecho de que la victoria republicana hubiera sido urbana —como en Madrid donde el concejal del PSOE Saborit hizo votar por su partido a millares de difuntos— pudo contribuir a esa sensación de derrota pero no influyó menos en el resultado final la creencia de que los republicanos podían dominar la calle y arrastrar al país a una cruenta revolución. Semejante apreciación no se correspondía con la realidad dada la muy limitada fuerza republicana pero tuvo un peso decisivo sobre el desarrollo de los acontecimientos sobre los que pesaba, de manera muy consciente, la sombra de lo que había sucedido en Rusia tan sólo catorce años antes.
Durante la noche del 12 al 13 de abril, el general Sanjurjo, a la sazón al mando de la Guardia Civil, dejó de manifiesto por telégrafo que no contendría un levantamiento contra la monarquía. Aquella afirmación constituía una gravísima dejación de los deberes encomendados pero quizá más grave fue el hecho de que los dirigentes republicanos supieran inmediatamente lo que pensaba hacer el general gracias a los empleados de correos adictos a su causa. Batidos incuestionablemente en el terreno electoral, los republicanos eran conscientes de que se enfrentaban con un sistema que se negaba a defender las propias instituciones encargadas legalmente de esa tarea. Ese conocimiento de la debilidad de las instituciones constitucionales explica sobradamente la reacción republicana cuando Romanones y Gabriel Maura —con el expreso consentimiento del rey— ofrecieron al comité revolucionario unas elecciones a cortes constituyentes.
A esas alturas, sus componentes habían captado el miedo del adversario y no sólo rechazaron la propuesta sino que exigieron la marcha del rey antes de la puesta del sol del catorce de abril sabedores de que si la monarquía se reponía de aquel espejismo nunca se proclamaría una república cuyos candidatos habían sido derrotados clamorosamente en las elecciones celebradas unas horas antes. Para caldear el ambiente, los dirigentes republicanos convocaron manifestaciones que presentaron a los políticos monárquicos como espontáneas e incontrolables y cuya finalidad era aterrorizar a cualquiera que pretendiera hacerles frente.
Por añadidura, Alfonso XIII no manifestó voluntad de resistir, sumido como estaba en la depresión más profunda a causa de la muerte de su madre unos meses antes y viendo cómo su esposa se hallaba lógicamente aterrada ante la posibilidad de acabar como la familia imperial rusa —parientes suyos, por otro lado—, fusilada por un pelotón revolucionario. Al fin y a la postre, los políticos constitucionalistas se rindieron ante los republicanos y con ellos el monarca, que no deseaba bajo ningún pretexto el estallido de una guerra civil. De esa manera, el sistema constitucional desaparecía de una manera más que dudosamente legítima y se proclamaba la Segunda república.
Aunque la proclamación de la Segunda república estuvo rodeada de un considerable entusiasmo de una parte de la población, lo cierto es que, observada la situación objetivamente y con la distancia que proporciona el tiempo, no se podía derrochar optimismo. Los vencedores de la revolución se iban a sentir hiperlegitimados para tomar decisiones futuras que pasaran por encima del resultado de las urnas y no dudarían en reclamar el apoyo de la calle cuando el sufragio les fuera hostil. Semejante comportamiento tenía una lógica innegable porque, a fin de cuentas, ¿no había sido en contra de la aplastante mayoría de los electores como habían alcanzado el poder? A ese punto de arranque iba a unirse que, globalmente considerados, los vencedores de la revolución estaban constituidos por un pequeño y fragmentado número de republicanos que procedían en su mayoría de las filas monárquicas; dos grandes fuerzas obreristas —socialistas y anarquistas— que contemplaban la república como una fase hacia la utopía que debía ser surcada a la mayor velocidad; los nacionalistas —especialmente catalanes— que ansiaban descuartizar la unidad de la nación y que se apresuraron a proclamar el mismo 14 de abril la República catalana y el Estado catalán y una serie de pequeños grupos radicales de izquierdas que acabarían teniendo un protagonismo notable como era el caso del partido comunista.
En su práctica totalidad, su punto de vista era utópico, bien identificaran esa utopía con la república implantada, con la consumación revolucionaria posterior o con la independencia; en su práctica totalidad, carecían de preparación política y, sobre todo económica, para enfrentarse con los retos que tenía ante sí la nación y, por añadidura, adolecían de un virulento sectarismo político y social que no sólo excluía de la vida pública a considerables sectores de la población española sino que también plantearía irreconciliables diferencias entre ellos. Así, la república iba a nacer de una absoluta falta de legitimidad democrática y, por añadidura, estaría inficionada desde su nacimiento con una serie de males que acabarían determinando su fracaso y, finalmente, el estallido de una cruenta guerra civil.
No puede sorprender a nadie semejante resultado, ya que aquellas elecciones municipales de abril de 1931 los republicanos no las habían ganado sino que, por el contrario, las habían perdido estrepitosamente.
1 comentario:
La propaganda Republica, pero que cojones!!! Para propaganda del PP la tuya,Que curioso, sabes mas que Alfonso XIII!!! del PP tendrías que ser anormal! franquista asqueroso! QUE VIVA LA REPUBLICA ESPAÑOLA, MUERTE A LOS TRAIDORES!!
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