"Difícil servicio se me requiere al demandarme origen y linaje, pero obviaré el infortunio que dicha cuestión cernió sobre mis ancestros cuando se les formuló para pasar a narrar la historia de mi vida terrena. No debéis olvidar, Don Jacobo, que Lohengrin y Parsifal, antepasados de quien se os dirige, padecieron graves desdichas cuando se les demandó igual contestación.
Nací en la villa de Boulogne-sur-Mer, en la actual región francesa de Pas du Calais, frente a las costas sajonas y en el norte francés, casi belga. Llegué al mundo en la frontera de dos naciones, la valona y la flamenca, y por lo tanto pronto aprendí a hablar las dos lenguas de aquellos que años después me acompañaron en la campaña contra los infieles en la recuperación para la cristiandad de la capital del Reino de Nuestro Señor Jesucristo, la Santa Jerusalén. Pero no adelantemos acontecimientos. Mi nacimiento, en el año de NSJ de 1060, alegró los días de mis progenitores, Eustaquio II, mi padre que entonces era Conde de Boulogne, y mi madre Ida, hija de Godofredo II el Barbudo, Duque de la Baja Lorena. Mi infancia discurrió feliz, entre caballerizas, castillos y villas. Fui adiestrado, por mi padre primero y mi tío después en el arte de la guerra y del buen gobierno. Mi madre se ocupó de enseñarme la doctrina cristiana de la que su familia, mi familia, era depositaria en cuanto descendientes merovingios de Carlomagno y de Sigisberto IV, hijo salvo de Dagoberto II.
Con apenas 16 años murió asesinado mi tío materno, Godofredo III el Jorobado, Duque de la Baja Lorena, Conde de Verdun y Señor de la Marca de Anvers, cuyos títulos y posesiones heredé. El primero por poco tiempo ya que Enrique IV, Emperador Germánico, en sus disputas con el usurpador Rodolfo de Suabia, ocupó la Lorena para proteger ese flanco del Sacro Imperio Romano Germánico. Mi disposición a favor del Emperador Enrique y el hecho de que en las luchas de Moelsen tuviera el honor de acabar personalmente con el anti-rey Rodolfo me hicieron digno de ampliar mis tierras y dominios. De este modo, una vez de vuelta de mi campaña en Roma, ciudad en la que fui el primer vasallo del Emperador en entrar tras su asedio en el año 1084, pasé a ser señor de mejores feudos, que incluían gran parte de lo que hoy se conoce como Bélgica, el señorío de las Ardenas, y, lo más importante para mí, el Ducado de la Baja Lorena que mis antepasados habían regido.
Corría el año de NSJ de 1095 cuando el Papa Urbano II, desde el Concilio de Clermont, levantó el banderín de la Cruzada. Poco tardamos mis hermanos Balduino, Eustaquio y yo en extender la proclama papal entre nuestros vasallos y amigos. Justamente mi madre me había anticipado este mismo momento. Me dijo un día siendo yo todavía niño…”Godofredo, hijo querido, llegará un día en el que levantarás la cruz de nuestro maestro y señor Jesús para devolver a su familia, nuestra familia, el trono perdido…de tu mano, hijo mío, Jesús volverá a ser Rey en Jerusalén…”. No hubo en mi mente otro deseo que liberar la Ciudad Santa del dominio sarraceno. Me liberé de posesiones y riquezas con tal de asegurar el sostenimiento de mis soldados y caballeros. Pronto pude reunir a casi 10.000 caballeros, valones y flamencos, y cerca de 30.000 soldados dispuestos a acometer tan sagrada empresa. Una mañana de mediados del mes de agosto del año 1096 partimos con nuestros blasones y heraldos pero sin otra bandera que no fuere la de la Cruz roja que Su Santidad blandió en el pecho de Monseñor Adhémar de la Puy, obispo de Clermont, cuando se inclinó ante el Papa y le pidió que lo reconociera como el primer voluntario. Dicen que Urbano II tomó un trozo de tela roja y formó con él una cruz que le dio para que la cosiera en su ropa como símbolo de su misión. Así partimos desde nuestra Lorena querida marchando por tierras del centro de Europa, atravesando el valle del Danubio. Allí nos llegaron noticias de lo acaecido con los peregrinos y primeros cruzados que llegaron a tierras infieles guiados por Pedro de la Cogolla, también conocido como el Ermitaño. Ante la diversidad de intereses que ya adiviné entre otros condes y lideres cruzados y el Basileus Alejo, opté por acampar mis tropas en la frontera magiar donde me dispuse a negociar el paso de mis gentes con el rey Coloman. La turbiedad del momento exigió que mi hermano Balduino y su esposa se quedaran en la corte de Coloman como garantía de que mis tropas no causarían saqueo ni desmán a los vasallos magiares. Lo cierto es que la disciplina que exigí a mis soldados y caballeros fueron agradecidas por los villanos húngaros que nos colmaron de todo tipo de provisiones y prebendas en la marcha a través de Hungría. Llevados a los confines del Imperio de Oriente, me llegó correo del Basileus en el que me agasajaba con todo tipo de loas y promesas siempre y cuando mis tropas se sometieran a disciplina y vasallaje. Tras varios meses de incertezas, despropósitos e incluso combates entre las tropas imperiales y mis guerreros (cosa que no me resultó difícil de admitir dado que en su mayoría no eran romanos sino mercenarios turcos), finalmente, y para no malograr el objetivo de nuestra misión, acaté la voluntad del Basileus jurándole fidelidad, aunque con ciertas restricciones pactadas: Alejo nos facilitaba barcazas, suministros, material de asedio, guías y tropas de refuerzo, mientras nosotros le devolvíamos aquellas posesiones que recuperáramos y pertenecieran al imperio griego. Mi ejemplo cundió entre mis compañeros de armas, a los que conseguí convencer de la importancia de la verdadera misión, lo que ayudó a coordinar nuestros esfuerzos en la cruzada. Nuestros ejércitos fueron pasando uno a uno al otro lado del estrecho con la colaboración, interesada, del Basileus. No me entretendré más en las disputas con Alejo por parte de todos nosotros. Sólo dejar claro que Bohemundo, jefe de los normandos, no acabó de fiarse nunca del Basileus, y no debemos olvidar que apenas unos años antes ya habían combatido como enemigos.
Reunidas todas nuestras tropas cruzadas en la misma capital del Imperio, hincamos marcha hacia Nicea, ciudad próxima a Constantinopla que hacia ya más de tres lustros que cayó en manos turcas. Sitiamos la ciudad con el apoyo de dos mil bizantinos, mientras el Basileus coordinaba nuestros suministros desde Filomelio. Nuevas intrigas entretuvieron la toma de la ciudad cuando su jefa, la primera mujer del sultán turco que se encontraba en Armenia, ya había decidido rendirla. Estando así las cosas me vi obligado a consultar con mis capitanes y caballeros. Decidí entonces lanzar al asalto a una de mis divisiones contra la muralla al grito de “¡¡¡Dios lo quiere!!!”. La bravura de los míos hizo que los turcos izaran el estandarte imperial rindiendo la plaza.
Marchamos después a Edesa donde, una vez recuperada para la cristiandad, dejé a mi hermano Balduino como dueño de la misma, constituyendo el Condado de Edesa, primero de nuestros Estados Francos de Oriente. Seguimos camino por Anatolia donde los turcos, armenios y selyúcidas pretendieron emboscarnos en Dorilea. Atacaron nuestra vanguardia salvajemente mientras con el grueso de nuestras tropas les envolvimos atacando su retaguardia. De esta época conservo una hermosa cicatriz causada en lucha con una fiera en una cacería. Proseguimos camino hacia la capital siria, Antioquia. La marcha fue dura. Las penalidades muchas. Los ataques emboscados turcos no faltaron. Recuerdo una de esas emboscadas. Iba yo con doce de mis mejores caballeros en vanguardia de nuestras tropas cuando un grupo de unos 150 turcos pretendió atacarnos. Lejos de amedrentarnos ante su ataque cargamos sobre ellos blandiendo nuestras espadas. Tiempo les faltó para salir huyendo en desbandada, aunque antes de eso dejé a uno de sus jinetes partidos en dos de uno sólo de mis mandobles, cual bestia salchichera abierta en canal.
El asedio de Antioquia añadió nuevas penalidades que afrontar. El invierno de ese año de 1097 fue duro, las lluvias intensas, el suministro prometido por el Rey de los griegos insuficiente. Así nos llegaron enfermedades que diezmaron tropas y bestias. La ciudad que mandaba el emir Siyán era tan basta que apenas pudimos cerrar el cerco. Baste decir que las murallas que la rodeaban tenían casi dos jornadas de marcha de un extremo a otro. Y para colmo, en uno de sus lados el odiado río Orontes desde el que era constantemente aprovisionada por barcazas turcas. Pasamos hambre, soportamos frío y combatimos las escaramuzas que los defensores se prodigaban en regalarnos saliendo de sus muros. Se palpaba la traición del Basileus. Incluso su general Taticio se retiró del asedio con todas sus tropas con la excusa de reunirse con el Basileus y traer nuevos refuerzos. Nos sentimos abandonados a nuestra suerte. Fue entonces cuando Bohemundo pudo comprar la voluntad de un vigía turco que facilitó el acceso del normando y sesenta de sus hombres a la ciudad, además de dar suficiente información como para arremeter por la parte débil de las murallas. Mientras en unas zonas nuestras catapultas lanzaban a la ciudad cabezas de sarracenos, en esa parte delatada por el traidor arremetimos con torres y minas hasta conseguir vencer la resistencia de la piedra. Bohemundo pudo en apenas unas horas abrir una de las puertas de la ciudad desde su interior, tomándose la ciudad. Poco duró nuestra alegría. Al poco se presentó frente a las murallas de la ciudad tomada un numeroso ejército turco, que procedía de Mosul, en Mesopotamia. De esta guisa pasamos en breve tiempo de sitiadores a sitiados, sin provisiones además. Y andando en esta tesitura ocurrió un milagro. Un sacerdote cruzado, Pedro Bartolomé de Provenza, nos anunció que se le había aparecido en sueños el apóstol San Andrés, quien le había revelado que bajo la Iglesia Patriarcal de Antioquía se encontraba la lanza de San Longinos, el soldado que la clavó en el costado de Jesucristo en la cruz (y que luego, arrepentido, se hizo cristiano). Efectivamente, allí se encontró una lanza vieja, una reliquia que había tocado al mismísimo Jesucristo, con cuya protección, sin duda, Dios nos había bendecido y ya no teníamos nada que temer. Salimos a enfrentarnos a los sorprendidos turcos impulsados por tal fe que los sitiadores fueron completamente derrotados. Algunos de los nuestros afirmaron ver incluso a un ejército de ángeles y santos luchando junto a nosotros. En este asedio cayó el primero de los cruzados, Monseñor Adhemar de la Puy, aquél al que Su Santidad invistió con la primera cruz roja. Guiados por el designio de Jesús tomamos Antioquia en junio de 1098. Bohemundo, exasperado por la traición del Basileus, retuvo para sí, con nuestro consentimiento mayoritario, el señorío de la plaza, pasando a ser su primer Príncipe, Bohemundo I. Tan sólo el conde de Tolosa, Raimundo se opuso a ese hecho generándose una disputa entre ambos. Mi carácter conciliador se impuso y mediante un consejo de nobles conseguimos una cierta reconciliación entre ambos. En dicho consejo conocí a un caballero hispano, Berenguer Ramón II el Fratricida, llamado así por haber dado muerte a su propio hermano el Conde de Barcelona. Este noble se encontraba entre los caballeros que acompañaron a Raimundo y, según se decía, había sido juzgado por dicho asesinato y su pena conmutada por la de acudir a esta Cruzada. Al tiempo, Raimundo y algunos de sus caballeros y tropas abandonaron Antioquia dirigiéndose hacia la ciudad de Trípoli, que tomaron para la cristiandad.
Pasado el invierno, repuesto de los duros combates, decidí marchar sobre la Ciudad Santa. Partimos a finales de febrero de 1099. Sitiamos Gibel, donde perdimos muchos hombres también. Nos reagrupamos ante Arka y empezamos el sitio de Jerusalén el día 7 de junio de aquel año. Los calores estivales abrasaban nuestras mallas, yelmos y monturas. Pero el atardecer del 14 de julio tuve una visión. Mientras observaba a lo lejos el Monte de los Olivos en serena meditación y sintiéndome en íntima hermandad con nuestro Señor Jesucristo reviviendo aquellas últimas horas antes de ser aprehendido, vi en lo alto del monte a un caballero cristiano con armadura, yelmo, escudo y lanza. El mismísimo San Jorge, aquel soldado romano que desobedeció a su emperador Diocleciano cuando éste le ordenó atacar a cristianos, deslumbraba mientras me conminaba a arremeter contra las murallas. Di la voz de ataque con la proclama “…San Jorge viene en nuestro auxilio…a por ellos!!!!...”. Nuestros valientes atacaron bravamente. Empujamos nuestras torres de asalto. En la primera de ellas encabecé el asalto junto con mi hermano Eustaquio siendo de los primeros en saltar sobre la muralla del lado noroeste, junto a la Puerta Nueva. Desde lo alto ya de su muralla vi como los nuestros subían por las escalas de asalto. La defensa turca no pudo contener la bravura de nuestras tropas amparadas por el brazo firme y armado de San Jorge. Ordené a mis capitanes que corrieran a abrir las puertas próximas a nuestro asalto, la de las Flores y la de Damasco, por las que pronto las tropas se precipitaron en el interior de la ciudad. Pronto la ciudad fue ocupada por estandartes cristianos. Fuimos de los primeros en comprobar que los turcos habían asesinado salvajemente a los pocos cristianos que aún permanecían en el interior de la ciudad, así como a todos los prisioneros que habían capturado en anteriores combates y emboscadas. Estos hechos corrieron entre nuestra soldadesca y consecuencia de ello fue el Juicio de Dios que se desarrolló a continuación. La sangre infiel y asesina corría por las calles de la ciudad. Nuestros caballos tenían sus cascos cubiertos de sangre turca. Los profanadores del Santuario del Señor expiaron en aquella jornada el crimen cometido con su propia sangre. No hubo piedad como ellos no la habían tenido con los nuestros. El malvado Iftikhar, jefe de la ciudad, fue apresado cuando se escondía en la Torre de David. Los normandos saquearon la mezquita de la Roca, mientras las tropas de Tancredo hacian prisioneros a los capitanes sarracenos en la explanada de Haram-es-Sherif. El júbilo fue inmenso. La emoción inembargable. Fui el primero, cumpliendo un privado voto hecho con Dios directamente, en despojarme de mis mallas, armas y ropajes, y con tan sólo un camisón, con contrita humildad cristiana me dirigí a orar ante los restos del Santo Sepulcro. Otros camaradas de armas siguieron mi ejemplo, de tal modo que al poco toda Jerusalén se convirtió en un inmenso templo de oración en el que los caballeros de Cristo hacían comunión con el Señor. Nunca podré olvidar esa imagen. Tras el inapelable juicio al que sometimos a los infieles todos los que participamos en aquella sagrada empresa la ofrecimos como un único cuerpo a Nuestro Señor. Dediqué las horas siguientes a visitar y recorrer todos y cada uno de los Santos Lugares, entreteniéndome en todos ellos y preguntando por todos los detalles. Desde pequeño siempre me había llamado muchísimo la atención los retablos religiosos que adornaban nuestras iglesias, los cuadros, las imágenes…todo, en definitiva, que tenía relación con la vida y milagros de Nuestro Señor. Aquí esas pasión se me desbordó. No encuentro palabras que describan mis más íntimos sentimientos en esos momentos de gozo.
Pasados unos días, se formó concilio de nobles y obispos en la Torre de David, para afrontar el gobierno de la ciudad y sus territorios. Fui incluido entre los cuatro candidatos. Junto a mí estaban Raimundo de Tolosa, Roberto de Flandes y Roberto de Normandía. Cuando finalmente el concilio determinó que debiera ser yo quien llevara la corona, tras aceptar el honor por amor a Cristo, no puede por menos de exclamar ante todos que “…no llevaré corona de oro donde Cristo la llevó de espinas…”. Reclamé, eso sí, el título y dignidad de “Advocatus Sancti Sepulchri”, Defensor del Santo Sepulcro, aunque todos asumieron que la dignidad asumida era real. A los pocos días el recién nombrado Patriarca de Jerusalén, Arnulfo de Rohes, me invistió en mi dignidad ducal y defensora. No pasaron ni quince días que nos llegó la noticia de que un numeroso ejército se aproximaba al mando de Al-Afdhal, visir de Egipto, con la intención de recuperar la ya cristiana ciudad para el infiel. Reuní de nuevo a la tropa y con apenas 5.000 caballeros y unos 15.000 infantes salí al encuentro de los más de 200.000 etíopes, beduinos y árabes que componían aquél ejército atacante. La sorpresa que les produjo el encontrarse atacados en su aproximación a la Santa Ciudad y la fiereza y convicción con la que arremetimos dispersó a las tropas del visir produciéndose su retirada en desbandada. Esto aconteció en las proximidades de Ascalón. Ya en esa ocasión nuestra enseña en la lid fueron los restos de la Santa Cruz, también recuperada. Los emires apresados fueron amnistiados, en su mayoría, y antes de despedirme de ellos uno me preguntó acerca de una inmerecida fama mía en el combate. Al parecer había corrido entre ellos el hecho, ya narrado, de mi mandoblazo al turco que partí en dos. El caso es que aquél intrigado emir me solicitó, con todos los respetos, si podía cortar el pescuezo de uno de sus camellos de un solo golpe de mi espada. Como fuere que en ello no aprecié mal alguno, accedí sonriente ante el general asombro de aquellos árabes. Me dijeron entonces que esa fuerza era fruto del encantamiento de mi espada, por ello le solicité al emir su acero sarraceno y con éste degollé al segundo de sus camellos con igual golpe. Aproveché la circunstancia para explicar que la fuerza de mi brazo provenía del mismísimo Cristo y de la pureza de mi alma. Ello sirvió posteriormente para ser considerado entre los propios sarracenos como un Rey justo. Por ello muchos de sus litigios fueron sometidos después a mi sentencia inapelable.
Pacificada Jerusalén, reconstruí la ciudad de Jaffa con la ayuda de maestros pisanos. Allí mandé construir un hospital en el que apenas unos meses después fui tratado de la penosa enfermedad que acabó con mi mortal existencia. Firmé alianza con la flota veneciana para sitiar Acre pero en este intento la peste me sorprendió. Volví a mi Santa Ciudad donde dispuse la sucesión a favor de mi hermano Balduino que se convirtió en el primer Rey cristiano de Jerusalén. Ordené al Patriarca la designación de 20 clérigos guerreros para que protegieran y sirvieran al culto cristiano en el Santo Sepulcro, asignándoles ya el Templo de Salomón como sede. Y dispuse que cuando la enfermedad arrancara la vida de mi mortal cuerpo éste fuera enterrado en la Iglesia del Santo Sepulcro sin más lápida que mi propia espada hincada en Santa Cruz sobre mi tumba.
Así puedo decir ahora, que al llegar para mí la hora de rendir la vida ante el Altísimo mi cuerpo y mi alma sólo pretendieron servirle a Él y al Santo Reino sin ninguna otra ambición. Que en mi gobierno terrenal sólo quise que la justicia prevaliese sobre cualquier otra tentación humana. Que en mi anhelo siempre estuvo la reconciliación entre unos y otros. Que mi vida fue servicio a mi sangre y linaje real. Ahora desde mi puesto de guardia en el Reino de los Cielos veo con desconsuelo que mi misión no fraguó como hubiera deseado, por eso solicito el estar alerta. Alerta frente a los enemigos de nuestra civilización cristiana. En esa alerta constante permaneceré y si se me requiere volveré al combate como lo hizo San Jorge aquella tarde de julio en el monte de los Olivos. Mientras tanto señor, quedad en Paz.
Godofredo de Bouillon, Duque y Defensor del Santo Sepulcro, desde su puesto de vigía en el Reino de los Cielos."
Nací en la villa de Boulogne-sur-Mer, en la actual región francesa de Pas du Calais, frente a las costas sajonas y en el norte francés, casi belga. Llegué al mundo en la frontera de dos naciones, la valona y la flamenca, y por lo tanto pronto aprendí a hablar las dos lenguas de aquellos que años después me acompañaron en la campaña contra los infieles en la recuperación para la cristiandad de la capital del Reino de Nuestro Señor Jesucristo, la Santa Jerusalén. Pero no adelantemos acontecimientos. Mi nacimiento, en el año de NSJ de 1060, alegró los días de mis progenitores, Eustaquio II, mi padre que entonces era Conde de Boulogne, y mi madre Ida, hija de Godofredo II el Barbudo, Duque de la Baja Lorena. Mi infancia discurrió feliz, entre caballerizas, castillos y villas. Fui adiestrado, por mi padre primero y mi tío después en el arte de la guerra y del buen gobierno. Mi madre se ocupó de enseñarme la doctrina cristiana de la que su familia, mi familia, era depositaria en cuanto descendientes merovingios de Carlomagno y de Sigisberto IV, hijo salvo de Dagoberto II.
Con apenas 16 años murió asesinado mi tío materno, Godofredo III el Jorobado, Duque de la Baja Lorena, Conde de Verdun y Señor de la Marca de Anvers, cuyos títulos y posesiones heredé. El primero por poco tiempo ya que Enrique IV, Emperador Germánico, en sus disputas con el usurpador Rodolfo de Suabia, ocupó la Lorena para proteger ese flanco del Sacro Imperio Romano Germánico. Mi disposición a favor del Emperador Enrique y el hecho de que en las luchas de Moelsen tuviera el honor de acabar personalmente con el anti-rey Rodolfo me hicieron digno de ampliar mis tierras y dominios. De este modo, una vez de vuelta de mi campaña en Roma, ciudad en la que fui el primer vasallo del Emperador en entrar tras su asedio en el año 1084, pasé a ser señor de mejores feudos, que incluían gran parte de lo que hoy se conoce como Bélgica, el señorío de las Ardenas, y, lo más importante para mí, el Ducado de la Baja Lorena que mis antepasados habían regido.
Corría el año de NSJ de 1095 cuando el Papa Urbano II, desde el Concilio de Clermont, levantó el banderín de la Cruzada. Poco tardamos mis hermanos Balduino, Eustaquio y yo en extender la proclama papal entre nuestros vasallos y amigos. Justamente mi madre me había anticipado este mismo momento. Me dijo un día siendo yo todavía niño…”Godofredo, hijo querido, llegará un día en el que levantarás la cruz de nuestro maestro y señor Jesús para devolver a su familia, nuestra familia, el trono perdido…de tu mano, hijo mío, Jesús volverá a ser Rey en Jerusalén…”. No hubo en mi mente otro deseo que liberar la Ciudad Santa del dominio sarraceno. Me liberé de posesiones y riquezas con tal de asegurar el sostenimiento de mis soldados y caballeros. Pronto pude reunir a casi 10.000 caballeros, valones y flamencos, y cerca de 30.000 soldados dispuestos a acometer tan sagrada empresa. Una mañana de mediados del mes de agosto del año 1096 partimos con nuestros blasones y heraldos pero sin otra bandera que no fuere la de la Cruz roja que Su Santidad blandió en el pecho de Monseñor Adhémar de la Puy, obispo de Clermont, cuando se inclinó ante el Papa y le pidió que lo reconociera como el primer voluntario. Dicen que Urbano II tomó un trozo de tela roja y formó con él una cruz que le dio para que la cosiera en su ropa como símbolo de su misión. Así partimos desde nuestra Lorena querida marchando por tierras del centro de Europa, atravesando el valle del Danubio. Allí nos llegaron noticias de lo acaecido con los peregrinos y primeros cruzados que llegaron a tierras infieles guiados por Pedro de la Cogolla, también conocido como el Ermitaño. Ante la diversidad de intereses que ya adiviné entre otros condes y lideres cruzados y el Basileus Alejo, opté por acampar mis tropas en la frontera magiar donde me dispuse a negociar el paso de mis gentes con el rey Coloman. La turbiedad del momento exigió que mi hermano Balduino y su esposa se quedaran en la corte de Coloman como garantía de que mis tropas no causarían saqueo ni desmán a los vasallos magiares. Lo cierto es que la disciplina que exigí a mis soldados y caballeros fueron agradecidas por los villanos húngaros que nos colmaron de todo tipo de provisiones y prebendas en la marcha a través de Hungría. Llevados a los confines del Imperio de Oriente, me llegó correo del Basileus en el que me agasajaba con todo tipo de loas y promesas siempre y cuando mis tropas se sometieran a disciplina y vasallaje. Tras varios meses de incertezas, despropósitos e incluso combates entre las tropas imperiales y mis guerreros (cosa que no me resultó difícil de admitir dado que en su mayoría no eran romanos sino mercenarios turcos), finalmente, y para no malograr el objetivo de nuestra misión, acaté la voluntad del Basileus jurándole fidelidad, aunque con ciertas restricciones pactadas: Alejo nos facilitaba barcazas, suministros, material de asedio, guías y tropas de refuerzo, mientras nosotros le devolvíamos aquellas posesiones que recuperáramos y pertenecieran al imperio griego. Mi ejemplo cundió entre mis compañeros de armas, a los que conseguí convencer de la importancia de la verdadera misión, lo que ayudó a coordinar nuestros esfuerzos en la cruzada. Nuestros ejércitos fueron pasando uno a uno al otro lado del estrecho con la colaboración, interesada, del Basileus. No me entretendré más en las disputas con Alejo por parte de todos nosotros. Sólo dejar claro que Bohemundo, jefe de los normandos, no acabó de fiarse nunca del Basileus, y no debemos olvidar que apenas unos años antes ya habían combatido como enemigos.
Reunidas todas nuestras tropas cruzadas en la misma capital del Imperio, hincamos marcha hacia Nicea, ciudad próxima a Constantinopla que hacia ya más de tres lustros que cayó en manos turcas. Sitiamos la ciudad con el apoyo de dos mil bizantinos, mientras el Basileus coordinaba nuestros suministros desde Filomelio. Nuevas intrigas entretuvieron la toma de la ciudad cuando su jefa, la primera mujer del sultán turco que se encontraba en Armenia, ya había decidido rendirla. Estando así las cosas me vi obligado a consultar con mis capitanes y caballeros. Decidí entonces lanzar al asalto a una de mis divisiones contra la muralla al grito de “¡¡¡Dios lo quiere!!!”. La bravura de los míos hizo que los turcos izaran el estandarte imperial rindiendo la plaza.
Marchamos después a Edesa donde, una vez recuperada para la cristiandad, dejé a mi hermano Balduino como dueño de la misma, constituyendo el Condado de Edesa, primero de nuestros Estados Francos de Oriente. Seguimos camino por Anatolia donde los turcos, armenios y selyúcidas pretendieron emboscarnos en Dorilea. Atacaron nuestra vanguardia salvajemente mientras con el grueso de nuestras tropas les envolvimos atacando su retaguardia. De esta época conservo una hermosa cicatriz causada en lucha con una fiera en una cacería. Proseguimos camino hacia la capital siria, Antioquia. La marcha fue dura. Las penalidades muchas. Los ataques emboscados turcos no faltaron. Recuerdo una de esas emboscadas. Iba yo con doce de mis mejores caballeros en vanguardia de nuestras tropas cuando un grupo de unos 150 turcos pretendió atacarnos. Lejos de amedrentarnos ante su ataque cargamos sobre ellos blandiendo nuestras espadas. Tiempo les faltó para salir huyendo en desbandada, aunque antes de eso dejé a uno de sus jinetes partidos en dos de uno sólo de mis mandobles, cual bestia salchichera abierta en canal.
El asedio de Antioquia añadió nuevas penalidades que afrontar. El invierno de ese año de 1097 fue duro, las lluvias intensas, el suministro prometido por el Rey de los griegos insuficiente. Así nos llegaron enfermedades que diezmaron tropas y bestias. La ciudad que mandaba el emir Siyán era tan basta que apenas pudimos cerrar el cerco. Baste decir que las murallas que la rodeaban tenían casi dos jornadas de marcha de un extremo a otro. Y para colmo, en uno de sus lados el odiado río Orontes desde el que era constantemente aprovisionada por barcazas turcas. Pasamos hambre, soportamos frío y combatimos las escaramuzas que los defensores se prodigaban en regalarnos saliendo de sus muros. Se palpaba la traición del Basileus. Incluso su general Taticio se retiró del asedio con todas sus tropas con la excusa de reunirse con el Basileus y traer nuevos refuerzos. Nos sentimos abandonados a nuestra suerte. Fue entonces cuando Bohemundo pudo comprar la voluntad de un vigía turco que facilitó el acceso del normando y sesenta de sus hombres a la ciudad, además de dar suficiente información como para arremeter por la parte débil de las murallas. Mientras en unas zonas nuestras catapultas lanzaban a la ciudad cabezas de sarracenos, en esa parte delatada por el traidor arremetimos con torres y minas hasta conseguir vencer la resistencia de la piedra. Bohemundo pudo en apenas unas horas abrir una de las puertas de la ciudad desde su interior, tomándose la ciudad. Poco duró nuestra alegría. Al poco se presentó frente a las murallas de la ciudad tomada un numeroso ejército turco, que procedía de Mosul, en Mesopotamia. De esta guisa pasamos en breve tiempo de sitiadores a sitiados, sin provisiones además. Y andando en esta tesitura ocurrió un milagro. Un sacerdote cruzado, Pedro Bartolomé de Provenza, nos anunció que se le había aparecido en sueños el apóstol San Andrés, quien le había revelado que bajo la Iglesia Patriarcal de Antioquía se encontraba la lanza de San Longinos, el soldado que la clavó en el costado de Jesucristo en la cruz (y que luego, arrepentido, se hizo cristiano). Efectivamente, allí se encontró una lanza vieja, una reliquia que había tocado al mismísimo Jesucristo, con cuya protección, sin duda, Dios nos había bendecido y ya no teníamos nada que temer. Salimos a enfrentarnos a los sorprendidos turcos impulsados por tal fe que los sitiadores fueron completamente derrotados. Algunos de los nuestros afirmaron ver incluso a un ejército de ángeles y santos luchando junto a nosotros. En este asedio cayó el primero de los cruzados, Monseñor Adhemar de la Puy, aquél al que Su Santidad invistió con la primera cruz roja. Guiados por el designio de Jesús tomamos Antioquia en junio de 1098. Bohemundo, exasperado por la traición del Basileus, retuvo para sí, con nuestro consentimiento mayoritario, el señorío de la plaza, pasando a ser su primer Príncipe, Bohemundo I. Tan sólo el conde de Tolosa, Raimundo se opuso a ese hecho generándose una disputa entre ambos. Mi carácter conciliador se impuso y mediante un consejo de nobles conseguimos una cierta reconciliación entre ambos. En dicho consejo conocí a un caballero hispano, Berenguer Ramón II el Fratricida, llamado así por haber dado muerte a su propio hermano el Conde de Barcelona. Este noble se encontraba entre los caballeros que acompañaron a Raimundo y, según se decía, había sido juzgado por dicho asesinato y su pena conmutada por la de acudir a esta Cruzada. Al tiempo, Raimundo y algunos de sus caballeros y tropas abandonaron Antioquia dirigiéndose hacia la ciudad de Trípoli, que tomaron para la cristiandad.
Pasado el invierno, repuesto de los duros combates, decidí marchar sobre la Ciudad Santa. Partimos a finales de febrero de 1099. Sitiamos Gibel, donde perdimos muchos hombres también. Nos reagrupamos ante Arka y empezamos el sitio de Jerusalén el día 7 de junio de aquel año. Los calores estivales abrasaban nuestras mallas, yelmos y monturas. Pero el atardecer del 14 de julio tuve una visión. Mientras observaba a lo lejos el Monte de los Olivos en serena meditación y sintiéndome en íntima hermandad con nuestro Señor Jesucristo reviviendo aquellas últimas horas antes de ser aprehendido, vi en lo alto del monte a un caballero cristiano con armadura, yelmo, escudo y lanza. El mismísimo San Jorge, aquel soldado romano que desobedeció a su emperador Diocleciano cuando éste le ordenó atacar a cristianos, deslumbraba mientras me conminaba a arremeter contra las murallas. Di la voz de ataque con la proclama “…San Jorge viene en nuestro auxilio…a por ellos!!!!...”. Nuestros valientes atacaron bravamente. Empujamos nuestras torres de asalto. En la primera de ellas encabecé el asalto junto con mi hermano Eustaquio siendo de los primeros en saltar sobre la muralla del lado noroeste, junto a la Puerta Nueva. Desde lo alto ya de su muralla vi como los nuestros subían por las escalas de asalto. La defensa turca no pudo contener la bravura de nuestras tropas amparadas por el brazo firme y armado de San Jorge. Ordené a mis capitanes que corrieran a abrir las puertas próximas a nuestro asalto, la de las Flores y la de Damasco, por las que pronto las tropas se precipitaron en el interior de la ciudad. Pronto la ciudad fue ocupada por estandartes cristianos. Fuimos de los primeros en comprobar que los turcos habían asesinado salvajemente a los pocos cristianos que aún permanecían en el interior de la ciudad, así como a todos los prisioneros que habían capturado en anteriores combates y emboscadas. Estos hechos corrieron entre nuestra soldadesca y consecuencia de ello fue el Juicio de Dios que se desarrolló a continuación. La sangre infiel y asesina corría por las calles de la ciudad. Nuestros caballos tenían sus cascos cubiertos de sangre turca. Los profanadores del Santuario del Señor expiaron en aquella jornada el crimen cometido con su propia sangre. No hubo piedad como ellos no la habían tenido con los nuestros. El malvado Iftikhar, jefe de la ciudad, fue apresado cuando se escondía en la Torre de David. Los normandos saquearon la mezquita de la Roca, mientras las tropas de Tancredo hacian prisioneros a los capitanes sarracenos en la explanada de Haram-es-Sherif. El júbilo fue inmenso. La emoción inembargable. Fui el primero, cumpliendo un privado voto hecho con Dios directamente, en despojarme de mis mallas, armas y ropajes, y con tan sólo un camisón, con contrita humildad cristiana me dirigí a orar ante los restos del Santo Sepulcro. Otros camaradas de armas siguieron mi ejemplo, de tal modo que al poco toda Jerusalén se convirtió en un inmenso templo de oración en el que los caballeros de Cristo hacían comunión con el Señor. Nunca podré olvidar esa imagen. Tras el inapelable juicio al que sometimos a los infieles todos los que participamos en aquella sagrada empresa la ofrecimos como un único cuerpo a Nuestro Señor. Dediqué las horas siguientes a visitar y recorrer todos y cada uno de los Santos Lugares, entreteniéndome en todos ellos y preguntando por todos los detalles. Desde pequeño siempre me había llamado muchísimo la atención los retablos religiosos que adornaban nuestras iglesias, los cuadros, las imágenes…todo, en definitiva, que tenía relación con la vida y milagros de Nuestro Señor. Aquí esas pasión se me desbordó. No encuentro palabras que describan mis más íntimos sentimientos en esos momentos de gozo.
Pasados unos días, se formó concilio de nobles y obispos en la Torre de David, para afrontar el gobierno de la ciudad y sus territorios. Fui incluido entre los cuatro candidatos. Junto a mí estaban Raimundo de Tolosa, Roberto de Flandes y Roberto de Normandía. Cuando finalmente el concilio determinó que debiera ser yo quien llevara la corona, tras aceptar el honor por amor a Cristo, no puede por menos de exclamar ante todos que “…no llevaré corona de oro donde Cristo la llevó de espinas…”. Reclamé, eso sí, el título y dignidad de “Advocatus Sancti Sepulchri”, Defensor del Santo Sepulcro, aunque todos asumieron que la dignidad asumida era real. A los pocos días el recién nombrado Patriarca de Jerusalén, Arnulfo de Rohes, me invistió en mi dignidad ducal y defensora. No pasaron ni quince días que nos llegó la noticia de que un numeroso ejército se aproximaba al mando de Al-Afdhal, visir de Egipto, con la intención de recuperar la ya cristiana ciudad para el infiel. Reuní de nuevo a la tropa y con apenas 5.000 caballeros y unos 15.000 infantes salí al encuentro de los más de 200.000 etíopes, beduinos y árabes que componían aquél ejército atacante. La sorpresa que les produjo el encontrarse atacados en su aproximación a la Santa Ciudad y la fiereza y convicción con la que arremetimos dispersó a las tropas del visir produciéndose su retirada en desbandada. Esto aconteció en las proximidades de Ascalón. Ya en esa ocasión nuestra enseña en la lid fueron los restos de la Santa Cruz, también recuperada. Los emires apresados fueron amnistiados, en su mayoría, y antes de despedirme de ellos uno me preguntó acerca de una inmerecida fama mía en el combate. Al parecer había corrido entre ellos el hecho, ya narrado, de mi mandoblazo al turco que partí en dos. El caso es que aquél intrigado emir me solicitó, con todos los respetos, si podía cortar el pescuezo de uno de sus camellos de un solo golpe de mi espada. Como fuere que en ello no aprecié mal alguno, accedí sonriente ante el general asombro de aquellos árabes. Me dijeron entonces que esa fuerza era fruto del encantamiento de mi espada, por ello le solicité al emir su acero sarraceno y con éste degollé al segundo de sus camellos con igual golpe. Aproveché la circunstancia para explicar que la fuerza de mi brazo provenía del mismísimo Cristo y de la pureza de mi alma. Ello sirvió posteriormente para ser considerado entre los propios sarracenos como un Rey justo. Por ello muchos de sus litigios fueron sometidos después a mi sentencia inapelable.
Pacificada Jerusalén, reconstruí la ciudad de Jaffa con la ayuda de maestros pisanos. Allí mandé construir un hospital en el que apenas unos meses después fui tratado de la penosa enfermedad que acabó con mi mortal existencia. Firmé alianza con la flota veneciana para sitiar Acre pero en este intento la peste me sorprendió. Volví a mi Santa Ciudad donde dispuse la sucesión a favor de mi hermano Balduino que se convirtió en el primer Rey cristiano de Jerusalén. Ordené al Patriarca la designación de 20 clérigos guerreros para que protegieran y sirvieran al culto cristiano en el Santo Sepulcro, asignándoles ya el Templo de Salomón como sede. Y dispuse que cuando la enfermedad arrancara la vida de mi mortal cuerpo éste fuera enterrado en la Iglesia del Santo Sepulcro sin más lápida que mi propia espada hincada en Santa Cruz sobre mi tumba.
Así puedo decir ahora, que al llegar para mí la hora de rendir la vida ante el Altísimo mi cuerpo y mi alma sólo pretendieron servirle a Él y al Santo Reino sin ninguna otra ambición. Que en mi gobierno terrenal sólo quise que la justicia prevaliese sobre cualquier otra tentación humana. Que en mi anhelo siempre estuvo la reconciliación entre unos y otros. Que mi vida fue servicio a mi sangre y linaje real. Ahora desde mi puesto de guardia en el Reino de los Cielos veo con desconsuelo que mi misión no fraguó como hubiera deseado, por eso solicito el estar alerta. Alerta frente a los enemigos de nuestra civilización cristiana. En esa alerta constante permaneceré y si se me requiere volveré al combate como lo hizo San Jorge aquella tarde de julio en el monte de los Olivos. Mientras tanto señor, quedad en Paz.
Godofredo de Bouillon, Duque y Defensor del Santo Sepulcro, desde su puesto de vigía en el Reino de los Cielos."
Breve trabajo consistente en un relato biográfico de Godofredo de Bouillón escrito por Javier Berzosa en 2004.
No hay comentarios:
Publicar un comentario